nos estamos acercando. la historia de angry brigade | primer capítulo
¿Quiénes diablos son Butch Cassidy
y Sundance Kid?
“Cambios, date la vuelta
y enfréntate al desconocido.
Cambios, muy pronto te harás viejo.
El tiempo puede cambiarme,
pero yo no puedo seguir al tiempo”
Changes, David Bowie
-¿Quiénes diablos son Butch Cassidy y Sundance Kid?
El temido Comandante X, quien se había atribuido ese nombre para dotar a su cargo de mayor importancia, pero también para poder preservar su seguridad personal a través del anonimato, preguntaba con insistencia ante los atónitos ojos del veterano anarquista Albert Meltzer. Incapaz de poder creer tal grado de desconocimiento y confusión reinantes entre el exquisito cuerpo de sabuesos policías de la Brigada Especial de Scotland Yard, el histórico anarquista sonrió. Lo veía mover con nerviosismo los labios, haciendo brillar varios de sus ocultos dientes y tensándosele la piel del rostro bajo un cuidado afeitado. Las palabras brotaban con una monotonía calculada, pausadamente. Ca-ssi-dy. Aquellos nombres, que repetía una y otra vez, pertenecían a la cultura popular, pero además, poco tiempo antes se había estrenado una película sobre la vida de los míticos forajidos. Meltzer se negaba a creer que tales preguntas fuesen vertidas en serio.
Eran días graves e intensos; no lo decía él, lo proclamaba el país entero. Había un grupo armado que estaba haciendo tambalear a todo el amplio espectro de poderes conservadores de Inglaterra y la situación era seria, incluso drástica. Ante este escenario, el Comandante X pretendía, con esa estrambótica dirección en la investigación, dar con sus miembros como si se tratase del codiciado santo grial. Indudablemente, aquello iba mal, al menos para el cuerpo de policía, y Meltzer seguía sonriendo. Sun-dan-ce. La siguiente pregunta fue aún más desconcertante y apuntaba el notable desconocimiento policial en materia de activismo político: ¿Cuál es la diferencia entre CNT y ETA?
Una bomba había sido dejada en las escaleras de entrada de la vivienda de Sir. John Waldron, uno de los principales cargos de la Policía Metropolitana, estallando y produciendo un ruido atronador. Era el 30 de agosto de 1970, en plena época de calor, un sopor capaz de hacer aún más difícil lograr salir con vida de una casa atestada de humo. Pero Waldron, afortunadamente para él, no estaba en esos momentos en el interior del domicilio, aunque sí su hija, que no resultó dañada. Poco después, el jefe policial recibía una carta en donde se le decía: “Has sido sentenciado a muerte por el tribunal revolucionario a causa de tus crímenes de opresión contra quienes se han opuesto al régimen capitalista, el cual tú defiendes en el poder”, así como se añadía que “el ejecutor ha sido severamente reprendido por haber fallado. No cometeremos más errores”. Se trataba de una pequeña nota escrita a mano en donde, abajo y de forma tosca, aparecían los nombres de los míticos Butch Cassidy y Sundance Kid. Ni Waldron sabía de qué “crímenes” hablaban sus fantasmales ejecutores, ni tampoco sus compañeros de profesión podían proporcionarle más datos acerca de los autores de la pequeña carta. Nada.
¿Quiénes eran aquellos jóvenes, ocho finalmente, que poco tiempo después se sentarían ante los tribunales para afrontar un proceso penal que se convertiría en el juicio más largo en la historia judicial de Inglaterra? ¿Por qué razón habían generado tal grado de terror entre ciertos sectores hasta el punto de que, tras una de las redadas, el periódico The Sun publicase sobre ellos noticias con titulares como “Chica dormía junto a un arsenal” u “Orgías sexuales en una barraca sangrienta”? Esos sorprendentes jóvenes capaces de romper con la tradición británica de pacifismo antinuclear y cultura beat, con sus aún más sorprendentes comunicados y sus objetivos cuidadosamente seleccionados, sacaban a la luz los célebres nombres de los ladrones más importantes en la historia del oeste americano... ¿Qué diablos pretendían aquellos chicos y chicas “llenos de energía, entusiasmo, no mucho dinero y una creencia creativa de que cualquier cosa era posible”?
Alan Burns, en la introducción al libro que el periodista Gordon Carr escribiera sobre la Angry Brigade, confesó que “la verdadera historia de la Angry Brigade nunca se sabrá hasta que ellos mismos publiquen sus memorias, si es que lo hacen algún día”. Cierto. Ninguno de los detenidos reconoció públicamente su pertenencia al grupo o su participación en las acciones violentas, ya fuera por razones procesales o de índole política. Lo cierto es que un halo de oscurantismo aún planea en torno a la historia de este particular grupo armado, cuya actividad y filosofía se situaron en las antípodas de lo que, poco tiempo después, daría paso al abierto terrorismo en buena parte de Europa, Estados Unidos o Japón. La historia y naturaleza del grupo, exquisitamente ejecutada y plasmada por medio de un puñado de comunicados de furibunda ira contemporánea, desde entonces han pervivido entre el mito y la falacia, cuando no entre la fabulación izquierdista y el montaje político, judicial o periodístico, al menos en Inglaterra. ¿Por qué sentimos todavía hoy esa extrañeza al leer el tipo de mensajes que enviaron a sus víctimas? ¿De dónde provenía ese tipo de activismo político hiperviolento? ¿Era la generación del 68 en sus postreros días o se trataba, quizás, de otra cosa muy distinta?
Muchos protagonistas de la escena comunitaria de Londres valoraron su estilo y sus acciones como propio de anarquistas aventureros, pero una vez comenzado el gran juicio contra los ocho acusados no pudieron hacer otra cosa que expresar su apoyo o su solidaridad, al menos como represaliados, y ello aunque junto a buena parte de los grupos trotskistas, libertarios o marxistas del momento, estimasen su actividad como suicida, vanguardista y provocadora.
No, aquellos no eran los tiempos del oeste americano. Inglaterra vivía una recesión económica de grandes proporciones. No quedaban héroes. Cada pedazo de Inglaterra desprendía un profundo halo de conservadurismo y tradición. Por lo tanto, aquella invocación romántica, a la vez que salvaje, sorprendía. Hacía falta un duro ejercicio de imaginación para imaginar a Butch Cassidy y Sundance Kid, pistola en mano, atracando bancos en Estados Unidos, Chile, Argentina o Bolivia setenta años atrás, siendo asesinados por el ejército boliviano que los acribilló y, con ello, hizo surgir su leyenda; una leyenda que aseguraba que el hábil Cassidy había dado muerte a su compañero y luego se disparó un tiro en la cabeza para evitar ser capturado con vida. Con tal extraña conexión, ahora ambos parecían cobrar vida nuevamente, al menos su espíritu, o bien haberse reencarnado en heraldos de un mundo mejor por obra de una juventud que escuchaba sucio rock and roll, carecía de reloj y advertía que, para alcanzar este propósito (la revolución), llegaría hasta dónde hiciera falta. Para tal fin, habían decidido vengar los “crímenes” de gente como Waldron.
Ca-ssi-dy.
En 1969, un año antes, se había estrenado la película Dos hombres y un destino que narraba la vida de los forajidos y, posiblemente, entre el público estaban ya aquellos que, de una manera brutal, hacían un inequívoco gesto de simpatía hacia el lado salvaje de la supervivencia con sus atentados y acciones. Y ahora, en pleno desmoronamiento del welfare state y con el gobierno del ultraconservador Heath dirigiendo el país, cada semana diarios de toda tendencia publicaban portadas y columnas dando cuenta de atentados con explosivos plásticos, tiroteos contra bancos y embajadas, y objetos incendiarios lanzados contra los vigilados muros de los cuarteles. En tan sólo un par de años se había pasado del “verano del amor” al “amor armado”.
Los ingleses, con el siniestro Comandante X a la cabeza, seguían siendo eso, ingleses, “con sus rostros suaves y carnosos, con sus dientes estropeados, pero corteses maneras, esta nación de amantes de las flores y coleccionistas de sellos de correos, de criadores de palomas, de carpinteros y aficionados, de vendedores de cupones, de deportistas y de amantes de los enigmas de los crucigramas”. Estaban alarmados y, en el caso concreto de la Brigada Especial, desbordados. Y, además, de boca de eventuales sospechosos, como el anarquista escocés Stuart Christie, tenían que soportar que al interrogarles sobre aquellos dos pistoleros respondieran con un seco: “Sí, en efecto, una gran película”. Tanto Christie como Meltzer habían recibido información acerca de los atentados mediante varios comunicados enviados a la dirección del boletín anárquico Black Flag, aunque decidieron no hacerla pública hasta que saliera la noticia en la prensa estatal. Pero nada de esto sucedió ni iba a suceder, al menos por ahora. Una orden de silencio fue transmitida desde Scotland Yard a todas las comisarías y también a varios periódicos. Lejos de que amainaran aquellos ataques, continuaron en los siguientes meses contra los más variados objetivos y bajo los distintos nombres de sus eventuales autores. Una especie de “Internacional Armada”, compuesta por un sinfín de nombres, estaba generando un auténtico caos en los países en que actuaban. Las democracias, cuando no las abiertas dictaduras, trabajaban a toda prisa, mediante programas de contrainsurgencia e infiltración, para atajar esa crisis. Embajadas, comisarías, furgonetas de la BBC encargadas de retransmitir el concurso Miss Mundo... atacadas con explosivos de gran potencia. Nada podía parar aquello.
El silencio se rompió. Cundió el pánico, no entre la gente de Notting Hill o el East End, sino entre la clase política. El IRA o los independentistas vascos no eran, tampoco grupos de locos italianos o antiguos partisanos que desempolvaban y ponían en activo viejos arsenales. ¿Quiénes eran entonces? Un nombre apareció y, con ello, la marca comercial de la oleada de ataques violentos que visualizaban aquello de “Nuestra rabia está organizada”. Angry Brigade.
Y, cómo no, Irlanda en plena refriega y estado de sitio. Demasiados problemas como para que ahora se resucitasen las figuras de esos dos pistoleros. No, aquellos jóvenes no eran Paul Newman o Robert Redford (los protagonistas de la película sobre los célebres ladrones), pero la historia que iba a acontecer, que ya estaba produciéndose, tenía mucho de acción y suspense, es más, producía una notable tensión a cada minuto que transcurría. Su única diferencia: esto era real, muy real.
Mientras tanto, Meltzer respondía a más y más preguntas. Una de éstas le interrogaba acerca de si creía en la violencia, ante lo que respondió diciendo: “Ciertamente no, pero, ¿qué harías tú si alguien intenta violar a tu hermana?”. Atónito, el torpe policía respondió con estupefacción, incapaz de entender la sorna del anarquista y, de paso, demostrando el tipo de personas que por aquel tiempo patrullaban las calles de Notting Hill: “No sé lo que haría. Es como si me preguntases qué haría yo si una familia negra se mudase justo al lado de mi casa”.
La forzada entrevista terminaba con una serie de “sugerencias” para que Meltzer usase sus contactos e influencias y así dar con los autores de los atentados, aquellos malvados y terribles hechiceros anarquistas.